En este año sin estaciones,
los hombres han devorado la tarde.
Se acurrucan entre hologramas,
como lobos que lamen la piel de un sueño.
Dicen que
ahora todo es mejor:
los árboles son algoritmos,
el amor cabe en un mensaje urgente,
y la luna, cansada de los cielos,
se proyecta en ventanas sin nombre.
Yo desde su
misma niebla, los observo:
teclean y sonríen,
se acercan a nada con dedos temblorosos,
buscan en la pantalla un río
que nunca será húmedo,
que nunca será azul,
que nunca estará allí.
¿Qué será del
hombre que amaba los charcos?
¿Qué será de los niños que jugaban en la calle,
que coleccionaban nubes y palabras torcidas?
Hoy las raíces
son de humo y ciberplástico,
y yo,
tan solo un cuerpo que aún no se ha olvidado de su sombra,
rezo por encontrar una palabra
que no huela a ciberflor,
una palabra que pueda romper
las vitrinas del aire.