Hay lámparas que se encienden solas
cuando tu nombre se tropieza con el mío
en algún pasillo sin paredes del barandal del sueño.
Fuimos un zumbido latente en el oído del tiempo,
una partitura escrita con dos notas
y besada por la espalda de la lluvia.
La vida —esa culebra con zapatos—
nos escupió a hemisferios distintos,
como si el amor fuera un error de cálculo
en la ecuación de un dios distraído.
Pero aún guardo un abrigo con tu voz
en el forro más profundo de mi sombra.
No quiero negociar con relojes ni con trenes,
ni abrir portales con llaves que no sé si tuve.
Solo deseo este hilo:
tenso, secreto, inofensivo,
como el silencio de las piedras cuando nadie las pisa.
Si el azar, ese equilibrista ebrio,
nos deja caer en la misma playa sin nombre,
quizás podamos edificar
con la pasión del ayer
una casa con ventanas abiertas,
y vistas a lo que fuimos.
Mientras tanto, habito el hueco que dejaste
como quien aprende a respirar bajo el agua,
y a veces, sin querer,
toco tu nombre en la oscuridad
como se roza una cicatriz sin miedo.
por Raquel Fraga
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