Dijo que esta vez no fallaría y no lo hizo. Sin embargo el precio que estaba pagando era demasiado alto. Ni un solo vestigio de alegría asomaba a su cara. Pasaba los días bajo el infierno de la propia condena que él mismo se había impuesto.
Por qué se engañaba a sí mismo si sabía perfectamente donde estaba escondido el motivo de su sonrisa, quizá fuese porque también era el pábulo de su desdicha.
No se sentía capaz de calibrar lo que era bueno o malo, sin embargo un impulso le dictó lo que tenía que hacer.
Bajo al sótano levanto las tablas del suelo y se puso a excavar como un loco. Por fin empezaba a asomarse una mano que en su momento pareció pedir auxilio. Poco a poco fue despejando la tierra hasta que vio su rostro, que aún sin vida seguía siendo eternamente bello.
La subió a su alcoba, sentándola frente al tocador donde solía cepillarse el pelo cada noche.
—Péinate, querida —Le dijo —Mientras iré a arreglar el desaguisado del sótano.
Volvió a bajar las escaleras y trató de rellenar el hueco echando la tierra en su sitio, otra mano asomaba tímidamente. Una mirada de odio se dibujó en su cara.
—Maldito seas — gritó —Ahora ella es mía, ni tú ni nadie podrá arrebatármela ya.
Colocó las tablas en su sitio y barrió un poco por encima.
—Enseguida subo, mi vida. Hoy estamos de celebración.
Cogió una botella de vino para la ocasión y subió rápido a su encuentro. Se asomó al espejo del tocador y comprobó que por fin su mirada irradiaba felicidad. Solamente había un problema, ella seguía teniendo aquel rostro hermoso pero impasible. Bueno, ya se le ocurriría algo.
Aitana Sánchez
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