Hay sombras
que aún deambulan
por las calles.
La multitud,
exhausta,
intenta saltar sobre cifras
que suben escaleras abajo
hacia el sótano de lo imposible.
El arrastre de
los pasos
ya no es solo eco:
es resto,
es cicatriz,
es la herida repetida
en cada baldosa.
Se derrumban
en silencio,
por dentro,
como muros
que han olvidado
cómo caerse.
El látigo no
se ve,
pero sacude los cimientos
de algo
que alguna vez
se llamó dignidad.
Y aun así,
marchan.
No por fe.
Ni por costumbre.
Por una forma de muerte
disfrazada de rutina.
Una rendición
pulcra,
adornada con el afán
de encajar,
de obedecer,
de no romper nada.
Y entonces,
golpea la memoria —
como si olvidar
fuera más digno
que recordar el precio.
La marcha
sigue.
Mecánica.
Vestida de horarios.
Con la cabeza apenas alzada:
para no ver,
para no decir,
para no arder,
como si arder
fuera delito.
Y entre tanta
sombra,
algunas voces
intentan alzarse:
haces de luz.
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