Me vendieron un kit para sobrevivir el absurdo, venía con un silbato que solo funciona bajo el agua y un mapa donde el norte cambia según el humor del portador.
Incluía un
espejo que miente con ternura,
y una brújula que apunta siempre al corazón del enemigo.
La caja decía:
“Contiene un martes de repuesto y dos palabras sin dueño.”
Había
instrucciones en un idioma que inventé al leerlas,
y un par de calcetines que citaban a Pessoa en voz baja.
Me dijeron:
—No lo uses todo de golpe,
el absurdo necesita digestión lenta
como el amor,
como los trenes que nunca salen del andén.
Y yo,
obediente,
me guardé la llave que no abre nada
y el cuchillo sin filo para cortar el miedo.
El kit traía
también una tarjeta de afiliación
a la Sociedad de Ciudadanos Invisibles,
un folleto con consejos para parecer normal
y una pastilla para olvidar que todo esto es una pastilla.
Traía, por
supuesto,
una gorra con el logotipo de una mentira popular
y un cargador universal para opiniones prefabricadas.
Ahora camino
por las calles con mi kit absurdo,
soñando que estoy despierto,
preguntando la hora a los semáforos,
poniéndome la mascarilla para no pensar.
Las pantallas
me aplauden,
los algoritmos me dan los buenos días
y la idiotez colectiva me abraza como si fuera familia.
Sobrevivo, sí,
pero con estilo.
Aunque sospecho que el estilo
también venía envasado
con fecha de caducidad.
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