Después del fuego
me quedé con las manos vacías
y una verdad pequeña entre los dedos:
amar fue arder sin testigos,
pero también sobrevivir a las cenizas.
Y entonces —sin ruido— llegaste.
Traías el temblor de la luz en tus hechos,
la certeza del agua después del incendio.
No venías a salvarme,
sino a quedarte.
Desde ti aprendí la forma secreta del reposo,
el lenguaje que no miente,
la quietud donde todo es ofrenda.
Tu amor —tan verdadero—
fue la respiración del mundo que apagó el dolor.
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