Sigo amando…
pero ya no me
abandono.
Sigo
sintiendo…
pero ya no me
desarmo.
Porque mi amor
es claro,
calmo,
y también mío.
-head-content'/>
Sigo amando…
pero ya no me
abandono.
Sigo
sintiendo…
pero ya no me
desarmo.
Porque mi amor
es claro,
calmo,
y también mío.
Se lo dije en voz baja,
como quien le habla al humo antes de que se disuelva.
No era un reproche.
Era una despedida tranquila.
Como esas mujeres que cierran la puerta del amor
sin golpearla,
pero dejando claro que no van a volver.
Le dije:
“No por falta de ganas.
Por exceso de realidad”.
Y bajé la mirada,
como quien recoge del suelo
las migas de algo que alguna vez fue pan.
Él no dijo nada.
Porque a los hombres como él
los silencia el respeto…
o la cobardía.
Nunca supe cuál.
Pero supe esto:
Que a veces amar es quedarse.
Y otras, amar es saber irse
cuando ya no hay nada que se pueda construir
sin hacer daño a alguien más.
Le dejé una pausa larga,
como una última canción sin letra.
Y al irme, no llevé reproches.
Llevé su nombre
guardado en el bolsillo izquierdo,
donde se ponen las cosas que no se olvidan,
pero tampoco se usan.
Raquel Fraga
Derechos reservados
“Hoy no tengo respuestas,
ni fuerzas,
ni luz.
Solo tengo mi silencio…
y me lo permito.
Me quedo conmigo,
como me quedaría con quien más amo
cuando no puede con la vida.
Yo también merezco ese abrazo”.
Mario Obrero (Madrid, 2003) es una figura destacada de la llamada generación Z en España. A pesar de su juventud, su obra ha captado la atención por su compromiso con la palabra y su visión crítica del mundo. Desde sus primeros poemarios como Carpintería de armónicos (2018) hasta Tiempos mágicos (2024), su poesía refleja una sensibilidad tanto política como ética. Algo que me ha llamado la atención de este poeta es que reflexiona constantemente sobre qué es la poesía. En mi opinión, esto enriquece enormemente a quien lo escucha o lo lee.
Él mismo lo expresa de forma contundente en una entrevista publicada en Diario Información (2024), donde afirma: “Aquello, en primer lugar, que no se debe ni se puede explicar. Sin embargo, sí estoy seguro de qué no es la poesía: la poesía no es privilegio, no es exclusión y no es desprecio”. Esta definición sintetiza bien su visión: la poesía es un acto profundamente humano y político, inseparable de la justicia social y de la inclusión.
En sus obras, Mario explora temas como la memoria histórica, la clase obrera, el amor, la precariedad y la esperanza. Su obra no está aislada del contexto contemporáneo: su lenguaje poético dialoga con los códigos de su generación, influido por lo digital, lo visual y lo inmediato, pero sin alejarse de su mirada crítica y sensible. Su presencia en medios como Un país para leerlo (La 2) o su participación en programas de RNE demuestran también su interés por divulgar la poesía y hacerla accesible a públicos más amplios.
Centrémonos en uno de sus poemas para profundizar en su estilo:
“Todo tiene tantas palabras”
Tanto dice en sus arrugas
habla todo y murmulla tanto
también lo que no sabe
con tactos los labios andan su destino
el cielo y las almohadas
la raigambre meñique de los sucesos
todo parlotea en alta y baja voz
inconmensurables sus lenguas
invisibles los habitamos.
En este poema, Obrero despliega una poética en la que lo cotidiano se convierte en revelación. A través de una voz íntima y atenta al mundo, le otorga palabra incluso a lo que no habla: las arrugas, las almohadas, los gestos. Todo “parlotea”, incluso “lo que no sabe”. Esta personificación de lo inerte y su capacidad para comunicar me remite a Guadalupe Grande, quien supo cargar de profundidad y sentido poético incluso los elementos más simples del entorno. Como ella, Obrero trabaja desde lo pequeño, lo doméstico, pero sin perder una dimensión crítica y universal.
Por otra parte, en versos como “la raigambre meñique de los sucesos”, me recuerda a la sensibilidad poética de Maria-Mercè Marçal: el cuidado del lenguaje, la delicadeza de las imágenes, lo corporal como espacio de memoria y resistencia. El estilo de Obrero en este texto es sintácticamente libre, sin puntuación, con imágenes que se encadenan más por la emoción que por la lógica narrativa. Eso lo aproxima también a una tradición poética más experimental y sensorial.
En el verso “invisibles los habitamos”, el autor plantea una paradoja sugerente: somos parte de aquello que no se ve ni se dice, de esas lenguas múltiples que nos atraviesan. La palabra, en su poesía, además de una herramienta es también refugio, cuerpo y misterio.
Sorprende enormemente la capacidad de Obrero para condensar belleza, profundidad y compromiso en muy pocos versos. Su voz dialoga con una genealogía poética rica en matices y marcada por el respeto hacia la palabra como acto de rebeldía y cuidado. Para Mario Obrero la poesía no es solo un refugio frente a las inclemencias del presente, sino también una herramienta para imaginar el futuro. En sus propias palabras: escribir versos es una forma de resistirse a que todo tenga un precio, una manera de escapar del valor mercantil de las cosas y apostar, en cambio, por la construcción colectiva de un porvenir aún inacabado, pero profundamente esperanzador (Obrero 2022). Su poesía, entonces, no solo nombra el mundo, sino que lo cuida y lo proyecta hacia algo mejor. Y ese gesto, en sí mismo, ya es una forma de compromiso.
Bibliografía
Obrero, M. [Ámbito Cultural]. (2022, 25 de enero). ¿Para qué sirve la poesía? – Mario Obrero [Video]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=SNS3pgWSVEw
Obrero, M. (2024, 12 de marzo). La poesía no es privilegio, no es exclusión y no es desprecio [Entrevista]. Diario Información. https://www.informacion.es/cultura/2024/03/12/mario-obrero-poesia-trinchera-porvenir99400421.html
Zenda Libros. (2021, 15 de marzo). Poemas de Mario Obrero: Peachtree City. https://www.zendalibros.com/oemas-de-mario-obrero-peachtree-city/
Este poema nace desde la saturación.
No busca consolar, ni edificar.
No pretende ser faro ni bálsamo.
Es un espejo sucio y deliberado de una era que se cree eterna por estar conectada.
Cátedra de Ruido es una crítica disfrazada de verso,
un manifiesto en lenguaje de red,
una cachetada suave con referencias culturales,
un intento de recuperar la voz antes de que todo se vuelva algoritmo y anestesia.
No hay nostalgia aquí.
Hay furia lúcida.
Hay memoria digital y carne real.
Y hay una certeza incómoda:
lo poético no ha muerto,
solo está rehaciendo su contrato con la verdad.
Vamos con el poema:
Hoy he venido a hablar
de los dioses que huelen a plástico quemado,
de los santos con filtros de Instagram,
de la patria pixelada en una story de ocho segundos.
No me hablen de futuro
si aún quedan cadáveres bailando trap en las aceras.
No me digan “ten fe”
cuando Dios es ahora un algoritmo en beta
y el milagro, un bug.
He visto a Kafka vendiendo seguros en TikTok,
a Cortázar llorando en una rave de gatitos psicodélicos,
a Pessoa peleándose con sus heterónimos por derechos de autor.
El mundo es un supermercado de angustias con descuento.
Y tú, ¿qué haces?
¿Le pones flores a tu avatar?
¿Pides perdón en cinco idiomas mientras firmas un contrato con Amazon?
Que no me hablen de belleza si aún
usan la palabra “resiliencia” como si fuera un emoji.
Que no me citen a Nietzsche sin haber sangrado
leyendo los comentarios de YouTube.
Yo,
hija ilegítima de Vallejo y Siri,
declaro la guerra al emoji triste,
a la paz falsa de las stories,
al capitalismo mindfulness
y al influencer que te vende incienso con trauma incluido.
Porque esto no es poesía.
Esto es testimonio de una era que arde con wifi.
Y si duele, mejor.
Porque el dolor aún no se ha vuelto trending topic.
Raquel Fraga
Derechos reservados
En su tercera novela, El lápiz imborrable (2024), Pedro Conde Luque se consolida como una voz literaria que entiende el alma humana desde sus fracturas más íntimas. A través de una prosa introspectiva, melancólica y poética, el autor construye una historia sobre el destino, el deseo y el peso de los legados familiares, encarnados en María, la llamada bruja del pueblo, última heredera de un linaje femenino marcado por la fatalidad.
El título de la obra ya sugiere el tema central: lo imborrable no es solo un trazo de tinta, sino la marca invisible del pasado sobre el presente. La vida de María —y antes la de su madre, y la de su abuela— está determinada por un guion heredado, que ella no escribe, pero del que tampoco puede escapar. Como en una tragedia griega, el deseo se convierte en transgresión, y la transgresión, en castigo. En palabras del narrador: “El deseo es una carcoma. María no lo sabía, pero se le había instalado dentro…”. Esta metáfora —que condensa tanto la belleza como la devastación— es representativa del estilo del autor.
Luque escribe con un lenguaje contenido pero profundamente emocional. Su estilo no busca el efectismo, sino la resonancia. Las frases largas y meditativas se despliegan con un ritmo pausado, como si acompañaran el fluir de la conciencia de sus personajes. Hay en su prosa un eco de lo rural y lo ancestral, pero también una voz muy contemporánea que se atreve a explorar la interioridad femenina con una sensibilidad notable. Las protagonistas no solo sufren: piensan, desean, callan y observan, atrapadas entre el deber y el querer.
Uno de los mayores logros de la novela es su capacidad de sugerir más que de mostrar. La trama, aunque sencilla, se eleva por la hondura psicológica y simbólica con la que está tratada. La atmósfera del pueblo, el ritmo del tiempo circular, la repetición de los ciclos familiares, todo contribuye a esa sensación de fatalidad que empapa la narración.
El lápiz imborrable no es una historia que se lee para saber qué ocurre, sino para entender cómo se siente vivir atrapado en un destino que otros han escrito. Es una novela sobre el silencio y el amor, sobre lo que se transmite sin palabras y sobre las grietas de lo cotidiano. Pedro Conde Luque demuestra aquí una madurez estilística que lo sitúa como un narrador capaz de retratar, con sobriedad y belleza, las zonas más grises del alma humana.
Por Raquel Fraga