Recuerdo como era esto al principio. Todos los días a las ocho de la noche la insoportable canción de “Resistiré” seguida de los aplausos.
Eso fueron las dos primeras semanas, luego la gente se fue apagando. En la cuarta semana se terminaron las partidas de bingo de balcón a balcón, hasta los estúpidos que vociferaban cuando el vecino del cuarto bajaba al gato a pasear, se callaron la boca.
De todo esto ya hace tres meses y medio. Se fueron sumando quince más quince más…
Ya no siento a nadie. Ni siquiera a la pareja que da pared con pared con mi cuarto, se pasaban el día follando como salvajes y las noches discutiendo.
Ya no tenemos noticias. La radio emite un ruido muy extraño, eso sí, diferente en cada emisora, aunque ininteligible, al fin y al cabo. Siento como si hubiera retrocedido el tiempo a mi niñez porque en la televisión, por más que hago zapping, solo encuentro cartas de ajuste con su habitual música clásica. Al menos eso indica que hay señal.
Apenas me queda que comer así que me he decidido a salir a la calle. Los supermercados están desvalijados. Grito con todas mis fuerzas en mitad del centro comercial, solo un eco por respuesta. Camino y camino hasta acabar exhausto y sigo sin ver un alma.
Regreso a casa, me abro la única lata que me queda, fabada asturiana.
Voy hacia mi cuarto, me miro al espejo y me pregunto en qué me he convertido. Casi cuatro meses portándome bien, dejando de matar por intentar tener eso que llaman empatía hacia la sociedad y para qué.
Continúo mirándome al espejo, comienza a tentarme la idea de ser mi propia víctima.
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