No me acuerdo de olvidarte. Todavía te veo en el porche, con la mirada perdida en el horizonte, mientras tus dedos golpeaban el teclado buscando una salida en cada palabra.
Yo te acercaba un café —el mismo de todas las tardes— y te preguntaba con una mezcla de ternura y rutina:
—¿Qué tal va ese libro, cariño?
Ofuscado, sin apartar los ojos de la pantalla, respondías siempre lo mismo:
—Borro más de lo que escribo. No le veo el fin a esto.
La curiosidad pudo más que el respeto. Una noche, vencida por la impaciencia, descifré tu contraseña y leí.
Desde entonces sé que hay verdades que no deberían tocarse con los ojos.
Hoy soy yo quien se sienta en el porche. El árbol centenario sigue frente a la casa, inmóvil, testigo de todo. No siento pena, solo una calma extraña. Intento olvidar aquella noche en la que te enterré junto a tu portátil, bajo la raíz más profunda.
El árbol continúa creciendo. Guarda tu secreto. Y el mío.